La vejez puede ser un tiempo feliz. Algunos se comprometen a múltiples actividades que les interesan; otros se sienten liberados por fin de las tareas de ejecución y de poder; no necesitan demostrar sus capacidades. Pueden realizar todas las cosas que no tuvieron tiempo de hacer; pueden abrir su corazón a los demás, escucharles, pues no tienen nada que perder; pueden vivir la comunión y dedicar tiempo a celebrar y orar. Pero hace falta tiempo para renunciar a las actividades mayores, a esas actividades competitivas que demostraban nuestro valor y nuestra importancia. Aparece entonces un vacío en nosotros, un sentimiento de muerte, de tristeza y de abandono. A veces me descubro lleno de ira porque me siento dañado, dejado de lado, desvalorizado, poco reconocido. La vejez es un paso hacia la tierra de la comunión, hacia la debilidad aceptada. Se encuentra lo que se había perdido de niño buscando una identidad de éxito y poder; se encuentran la belleza y la sencillez de la vida cotidiana.
Pero para ello, hay que saber pasar por momentos difíciles. Yo he tenido que pasar por ellos. He tenido que aprender a vivir mis lutos.
Jean Vanier, Cada persona es una historia sagrada, P120
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