Lucien

Por treinta años Lucien, quien estaba paralizado, inconsciente, no podía caminar o hablar, estaba bajo el cuidado de su madre. Su padre había muerto cuando él era joven. Un día su madre fue enviada al hospital. Pensando que estaba abandonado, Lucien aullaba con angustia. Y Lucien vino a vivir con nosotros. Algunas veces él solía aullar como si nunca fuera a parar. Sus llantos eran muy agudos; me traspasaban como una espada. Yo no podía soportarlos. Me hubiese gustado haber matado a Lucien, haberlo lanzado por la ventana. Me hubiese gustado haber escapado pero yo no podía porque yo tenía responsabilidades en la casa. Yo estaba lleno de vergüenza y culpa y confusión.
Para mí, Lucien era un enemigo. Sus llantos de angustia revelaban mi propia angustia; angustia que parecía llenar mi cuerpo y hacer que mi corazón palpitara hasta hacer difícil la respiración. Yo nunca le pegué al pobre, débil, Lucien, porque yo no estaba sólo. Yo estaba en un ambiente que me protegía, un ambiente que requería que observase ciertas reglas. De otro modo, me hubiera sentido desgraciado, juzgado, avergonzado de mí mismo. No estoy diciendo que, si hubiese estado sólo, le hubiese pegado a Lucien, pero es claro que la comunidad con todas sus reglas y mi necesidad de respeto ayudó a que contenga mi violencia. Pero esta dolorosa experiencia con Lucien me ayudó a sentirme solidario con muchos hombres y mujeres en prisión. Cuando su violencia interior era despertada por otra persona, ellos no estaban protegidos por un ambiente que sostenía reglas humanas. Entonces su violencia los llevó a hacer daño o matar. Ellos eran después condenados y humillados. Yo estuve protegido. Pero fundamentalmente no hay diferencia entre nosotros.
- Jean Vanier, Cada persona es una historia sagrada pp.75/78

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